Aceptó su mano, hechizada, y él la atrapó en su
oquedad.
Allí, donde, antes, la había hecho suya,
allí, donde sería presa, fácil, de su oscuridad
El altar, donde otras, como ella, sucumbieron
entregando su alma, en las manos inclementes
de un feroz destructor. De un depredador.
Nuevamente, en él confió. No hubo llantos,
ni temor al dolor, o al desencanto.
Él extendió su mano y ella, ingenua, el paso, dio.
Se agarró a esa mano, como se aferra al salvavidas
un náufrago,
confiada, creyendo que él, no soltaría su mano.
Olvidando, que se enfrentaba al mismo y hábil, ser
malvado.
Subió hacia el altar, escalón a escalón, paso a
paso,
y hasta sonrió, radiante, en el momento en el que
él, levantó la mano
asestando en su tierno corazón, sin compasión, el
certero puñal, del engaño.
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